Hola, me llamo Mel. Estoy aprendiendo a vivir una vida lenta, sencilla, auténtica y creativa, conectando con la medicina de la tierra y sintonizada con las estaciones internas y externas. Escribo sobre auto-descubrimiento, vivir lento, co-crear relaciones conscientes y, autenticidad. Mi enfoque está en inspirarte a navegar la vida de una manera más tranquila, significativa y, anclada al presente, especialmente después de experiencias de trauma o estrés. Si te gusta mi contenido, ¡suscríbete para apoyar mi trabajo y seguir leyendo más! También puedes encontrarme en Instagram.
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El otro día, caminando por el bosque, me di cuenta de la cantidad de árboles caídos que yacen en la tierra. A menudo no les prestamos atención; estamos tan absortos en la belleza de la naturaleza que nos rodea que raramente nos detenemos a observar aquello que no es tan perfecto, esos pinos que ya no se alzan majestuosos. Nos enfocamos en lo que resalta en el paisaje, lo que llama la atención en las fotografías, y dejamos de lado lo que no se muestra con tanta facilidad.
Es cierto, los árboles caídos no son lo más hermoso del paisaje. No son lo más llamativo. Son, si acaso, lo olvidado. A menudo los pisamos sin darnos cuenta, solo para seguir nuestro camino. Dejan de ser árboles en nuestra mente y se convierten en simples troncos, como si ya no fueran lo que eran.
Mientras caminaba, me sentí identificada con esos árboles caídos, con los que no crecieron tan altos, con los que se encuentran en el suelo, pegados a la tierra, casi sin ramas ni hojas, a veces con las raíces expuestas. Me vino a la mente el dicho: “Árbol que crece torcido, jamás su tronco endereza”. Y fue inevitable no verme a mí misma en ese dicho, no sentirme como un tronco torcido. Mi vida fue compleja desde antes de nacer, y durante mis primeros diez años, viví en un entorno de constante amenaza. Mi sistema nervioso estaba en alerta continua, desarrollando hipervigilancia para reaccionar lo más rápido posible, con miedo y sin un verdadero apoyo emocional. Durante mi infancia, crecer fue secundario; lo primordial era sobrevivir.
Hoy, a mis 30 años, he comenzado a entender las secuelas de esa infancia, de crecer en ese entorno, y cómo eso ha impactado cada aspecto de mi vida. Sentí un vacío en el pecho al darme cuenta de cuánto nos marca la infancia, de todos los miedos que me asaltan ahora en la adultez, los cuales tienen su origen en lo que viví de niña y que, al no poder sentirlo entonces, quedó atrapado en mi cuerpo hasta ahora, cuando finalmente puedo enfrentarlo.
Cuando pienso en mis 30 años, es difícil no compararme con un árbol de esa misma edad, difícil no pensar que será casi imposible enderezar mi tronco, que difícilmente podré ser uno de esos árboles que destacan, que dan muchos frutos. Durante mucho tiempo intenté negarlo, imponiéndome objetivos inalcanzables, ignorando las limitaciones de mi cuerpo, de mi entorno, las cicatrices de las heridas y el dolor que llevo dentro.
Me ha sido difícil no compararme con otros árboles, no desear crecer a su mismo ritmo, intentar estirar mi tronco, alargar mis ramas, rompiéndome en el proceso. Durante mucho tiempo sentí que no pertenecía al bosque, que era diferente y no quería que eso me limitara, me peleaba con ello, no lo aceptaba.
Entonces recordé esa frase de Ram Dass:
"Cuando sales al bosque y miras los árboles, ves todos estos árboles diferentes. Algunos están torcidos, otros son rectos, algunos son de hoja perenne, y otros son de otro tipo. Y miras al árbol y lo aceptas. Entiendes por qué es como es. De alguna manera comprendes que no recibió suficiente luz, y por eso se torció. Y no te pones emocional al respecto. Simplemente lo aceptas. Aprecias el árbol. Pero en el momento en que te acercas a los seres humanos, pierdes todo eso. Y constantemente estás diciendo: 'Tú eres demasiado esto', o 'yo soy demasiado aquello'. Esa mente que juzga entra en acción. Por eso practico convertir a las personas en árboles. Lo que significa apreciarlas tal como son."
Y así, comencé a verme con compasión, como ese árbol que creció torcido por el entorno en el que vivió, por no recibir los nutrientes necesarios para crecer fuerte y grande, por la luz que no recibió y lo que tuvo que hacer para sobrevivir en el bosque.
Me vi como ese árbol caído, ese árbol torcido que, aparentemente, no aporta nada a su entorno, que "no sirve para nada". ¿Para qué existe un árbol así? ¿Por qué forma parte del bosque? ¿De qué sirve mi existencia?
Pensé en mí como un árbol en declive, que después de darlo todo para sobrevivir, se ha visto debilitado por el estrés, lo que ha afectado su capacidad para realizar la fotosíntesis y transportar nutrientes. Un árbol cuya vitalidad ha disminuido, con hojas que se vuelven marrones y caen, con ramas secas y una corteza que se desprende, mostrando señales visibles de muerte.
Y sentí que era tiempo de morir. En cierta forma, una parte de mí está muriendo en estos momentos. Algunas funciones que alguna vez fueron vitales para mi supervivencia, deben morir. Ya no puedo seguir esforzándome para transportar agua y nutrientes, ya no puedo utilizar el mismo sistema para absorber lo que necesito. Ya no puedo seguir buscando la luz.
Entré en una oscuridad profunda, donde lo único que me quedaba era permitirme sentir cómo me iba descomponiendo, cómo diversos organismos descomponedores comenzaban a colonizarme sin que pudiera hacer nada. Hongos, bacterias e insectos se encargaban de mis restos.
Mi estructura se debilitaba a medida que la descomposición avanzaba, y bajo mi propio peso, las tormentas y el viento, finalmente caí. Y en mi caída, alteré la estructura del suelo, rompí las ramas de otros árboles y abrí el dosel del bosque, permitiendo que la luz solar llegara a zonas que, mientras yo me esforzaba por mantenerme en pie, permanecían en la sombra.
Un proceso al que tanto me resistí, finalmente se estaba dando. Durante tanto tiempo me sentí un árbol separado, tratando de ser como los otros, justificando mi existencia al intentar hacerme necesario. Y fue precisamente cuando me rendí y caí al suelo que me transformé en un "tronco enfermero".
Me convertí en un hogar para una variedad de organismos. Los hongos continuaron descomponiendo mis restos, mientras que insectos y otros invertebrados como lombrices y termitas aceleraron el proceso al consumir mi materia orgánica.
Poco a poco, mi madera se descompuso en fragmentos más pequeños, mezclándose con el suelo. Los nutrientes de mi cuerpo comenzaron a liberarse, enriqueciendo el suelo con nitrógeno, fósforo y otros minerales esenciales. ¿Quién diría que mi muerte sería tan necesaria? Que me transformaría en humus, mejorando la estructura del suelo, su capacidad para retener agua, su fertilidad.
¿Quién diría que ser un árbol caído sería tan mágico? Que podría proporcionar un hogar para tantas especies, desde hongos y musgos hasta insectos, anfibios, reptiles y pequeños mamíferos. Que incluso aves tan majestuosas como los búhos podrían anidar en las cavidades de mi tronco muerto.
¿Quién diría que mi muerte era parte de un ciclo de vida? Que los nutrientes liberados por mi descomposición serían absorbidos por las raíces de otras plantas y árboles, volviéndome uno con el bosque al que siempre pertenecí, aunque no lo supiera.
¿Quién diría que mi caída y todas las lágrimas derramadas serían de utilidad? Que retendría el agua y ayudaría a mantener la humedad en el suelo, siendo vital para la supervivencia de muchas plantas y animales del ecosistema. ¿Quién diría que ayudaría a prevenir la erosión del suelo?
Tal vez sí, un árbol que crece torcido jamás endereza su tronco, pero ¿qué importa eso?
¿Qué tal si eso es perfecto?
El árbol torcido tendrá que morir varias veces, y en cada muerte nutrirá al bosque, hará espacio en el dosel para que nuevas plantas y árboles crezcan con más luz. Su muerte será clave para la regeneración del bosque. Y algún día, el árbol entenderá que nunca estuvo separado, que aunque se sintió diferente y creyó ser solo un árbol torcido, en realidad era una parte fundamental del bosque. Con coraje, si deja de resistirse, morirá las veces que sean necesarias, pero seguirá vivo, pues no era solo un árbol, era el bosque mismo, y la separación era simplemente una ilusión.
¿Te has sentido en algún momento como un árbol torcido? ¿Has sentido que partes de ti han tenido que morir en algún momento?¿te resististe a ese proceso?, me encantaría que lo compartieras en los comentarios y nos sintamos todos parte del bosque.
Hasta la próxima,
Mel.
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Que potente! Me encanta como cierras con esa unión que somos con el bosque, que no estamos separados, que renacemos en él tantas veces sea necesario.
Coincido, en ocasiones sentimos que nos toca ser solo nutriente, en otras ser solo referente de esa majestuosidad o tal vez solo nos toca enraizarnos y crecer; pero al mismo tiempo somos todo eso y más.
Y el bosque tiene esa esencia mágica y de esplendor porque cada tronco -enderezado o no- tiene una historia digna que contar de mucha sabiduría y sanación, tal como es tu historia Mel.
Gracias por compartir(te)!
Qué bello, Mel. Me ha encantado y me ha parecido una metáfora muy apropiada, salvo quizá porque creo que aunque la infancia nos determina, y mucho, también podemos "enderezarnos", sobre todo a nivel psicológico, con el trabajo personal y también espiritual. Varios de mis "héroes" son personas que han sufrido grandes traumas en la infancia y que a pesar de ellos, o gracias a ellos, se han convertido en personas increíbles: sabias, compasivas, con una sensibilidad muy afinada. A veces donde está la herida está el oro, pero en el momento resulta muy dificil verlo. Confía en que eso que te ha torcido, de alguna manera, también te ha esculpido para convertirte en una fuerza benéfica. Ya lo eres. Un abrazo, M. 💜